viernes, 2 de septiembre de 2011


MÁS SOBRE LA TEORÍA DEL DECRECIMIENTO
(Artículo extenso pero fácil de leer y comprender)
¿Cuánto y cómo queremos crecer?
15/06/2011 por Vicent Cucarella

La sociedad actual persigue el crecimiento económico porque lo asocia a mayor bienestar y felicidad. Sin embargo, una vez superadas las etapas iniciales del progreso económico, las evidencias no son claras en este sentido. El crecimiento permanente comporta perjuicios en lo individual (estrés, adicción al consumo, falta de tiempo para la familia, etc.) y en lo colectivo (salud ambiental, consumo insostenible de los recursos naturales, privación a generaciones futuras, etc.). Por tanto, el objetivo principal no debería ser el crecimiento económico per se (que no es positivo ni negativo), sino la mejora del bienestar individual bajo el respeto del bienestar colectivo, tanto actual como futuro.


(Versió en valencià)

El PIB, el bienestar y los recursos naturales

El crecimiento económico se suele medir por la evolución del Producto Interior Bruto (PIB) de un país o zona de referencia. Es habitual identificar crecimiento del PIB con desarrollo y este con bienestar, sin definir qué entendemos por desarrollo o progreso. Sin embargo, el PIB no es un buen indicador del bienestar colectivo porque no mide determinados aspectos que son difíciles de cuantificar. En este sentido, no tiene en cuenta las externalidades, ni la distribución de la renta, ni los costes no monetarios o difíciles de valorar (medioambientales, sociales, psicológicos…), ni determinadas actividades (trabajo doméstico, voluntariado…). Con el objetivo de paliar dichas lagunas, en la actualidad existen indicadores alternativos al PIB. Algunos de ellos, como el índice de desarrollo humano (IDH) o el índice de calidad de vida (ICV), tratan de incluir indicadores sociales del bienestar individual. Otros índices añaden también la consideración del efecto negativo sobre el medio ambiente y tienen en cuenta la contaminación y el consumo de los recursos naturales del planeta. Entre estos últimos se encuentran el índice de bienestar económico sostenible (IBES), el PIB verde y el índice de progreso real (IPR, IPG o GPI). La evolución de estos indicadores se ha estancado o incluso ha disminuido en algunas sociedades industriales desde los años setenta, lo que revela que estas han sobrepasado el nivel a partir del cual el crecimiento económico ya no se relaciona de manera directa con un aumento de la calidad de vida colectiva, entendida esta de un modo amplio.


Aunque el crecimiento representa a priori un término positivo, el crecimiento material incontrolado está más cerca de lo que podríamos considerar un tumor maligno, que se expande a costa de devorar el organismo. No es posible un crecimiento basado en el consumo permanente de los recursos de un planeta finito, en el que parece que ya hemos superado los límites ambientales de regeneración. Las estimaciones realizadas sobre nuestra huella ecológica apuntan que desde el año 1990 estamos viviendo por encima de la capacidad de carga del planeta. Los países desarrollados vivimos a costa de los recursos que la naturaleza conservó durante millones de años. Actualmente, se estima que la demanda de la humanidad excede en cerca de un 30% la capacidad regeneradora del planeta. Si esto es así, el nivel de consumo de recursos ha sobrepasado el nivel sostenible y, por tanto, afecta a las generaciones futuras. Sería recomendable que los países, cuyo impacto sobre el planeta supera su capacidad de regeneración, ajustaran la producción desde el punto de vista de la sostenibilidad.

El crecimiento sostenible y el decrecimiento sostenible

Debemos, pues, cambiar el simple objetivo de crecimiento económico en términos de PIB y enriquecerlo con consideraciones relativas al bienestar actual, al medio ambiente, al consumo de recursos naturales, a los sumideros de carbono y a las implicaciones de todo ello sobre el bienestar de generaciones futuras. La finalidad no debería ser adaptar la sociedad a las necesidades de la economía, como parece ser el patrón actual, sino adaptar la economía a las necesidades sociales y medioambientales.

Disponemos ya de avances tecnológicos que permiten hacer un uso más eficiente de la energía y los materiales. Sin embargo, se ha comprobado que la mejora en la eficiencia no ha sido suficiente para resolver los problemas ambientales, debido al incesante crecimiento de la producción y al denominado efecto rebote o paradoja de Jevons (por ejemplo, el uso de bombillas de bajo consumo acaba revirtiendo en un aumento en la intensidad con la que se iluminan los hogares). Se impone, pues, un cambio ideológico que contemple la innovación y la eficiencia, no como crecimiento en producción, sino en calidad de vida y en respeto al medio ambiente. En la medida que ello se consiga nos acercaríamos hacia un planteamiento de verdadero crecimiento sostenible o hacia otro de necesario decrecimiento sostenible.

El decrecimiento sostenible se puede definir como una reducción equitativa de la producción y el consumo (principalmente en las poblaciones con una huella ecológica superior a la admisible), de modo que aumente el bienestar humano y mejore las condiciones ecológicas, tanto en la esfera local como global, y tanto en el corto como en el largo plazo. Se debe tener presente que el consumo de recursos es excluyente, de modo que un aumento en el consumo de los países desarrollados reduce la cantidad de recursos disponibles, tanto para los países en desarrollo como para las generaciones futuras.

Del mismo modo que el crecimiento económico tradicional no implica necesariamente progreso humano, el crecimiento sostenible o el decrecimiento sostenible tampoco implican regresión en términos de bienestar, sino una oportunidad de aumentarlo. Eso sí, hay que entender el bienestar no como un concepto cuantitativo, basado en la acumulación de bienes materiales, sino como un concepto cualitativo, donde primen las relaciones humanas, el tiempo de ocio, la familia, la equidad y la justicia. Es en función de estos valores como debería sopesarse cualquier política o proyecto y no tanto en orden exclusivamente mercantilista.

La simplicidad voluntaria

Nuestra forma actual de vida empuja hacia el consumo y el derroche, pero ¿somos más felices por ello? En los primeros estadios del desarrollo, el crecimiento del PIB y del consumo van parejos con el incremento del bienestar. Sin embargo, una vez satisfecho un determinado nivel de necesidades, parece existir consenso entre economistas y psicólogos para afirmar que la felicidad y la calidad de vida colectiva dejan de ajustarse al incremento del PIB, especialmente cuando existen grandes diferencias en la distribución de la renta. Esta convicción se explica por el hecho de que el dinero (y la adquisición de bienes y servicios que permite) es solo un componente más de la felicidad, en la que existen otros muchos factores, como las relaciones familiares, la comunidad y los amigos, la salud, la propia carga genética, las relaciones laborales, el ambiente social externo y los valores personales hacia la vida. A partir de ciertos niveles, el aumento en términos de bonanza económica suele entrar en contradicción con el resto de componentes que conforman el bienestar. Bajo esta perspectiva, en muchos casos sería pertinente revisar el techo de nuestras necesidades, con el fin de reducir el trabajo que cuesta satisfacerlas. Es decir, consumir menos para dedicar menos tiempo al trabajo remunerado y vivir mejor.

En el último siglo ha aumentado significativamente nuestra esperanza de vida, pero el estrés con que la vivimos provoca que no la aprovechemos adecuadamente para ser más felices. Con frecuencia trabajamos para poder consumir más y no para satisfacer el verdadero aliciente de vivir. Simplificar nuestros hábitos de vida puede llevar asociada una reducción en el tiempo de trabajo remunerado necesario para satisfacer nuestras necesidades; lo que también tendría consecuencias en el reparto del trabajo. La moderación en el consumo y la simplicidad voluntaria (downshifting) dotan de mayor libertad a los individuos porque rompen las ataduras sociales ligadas a la codicia. Es una propuesta de austeridad, no de pobreza, que consiste en librarse de lo superficial para dedicarse a lo fundamental, no solo en relación con los objetos, sino también en la esfera de las actividades y el uso del tiempo (como, por ejemplo, el dedicado a la familia y a la educación de los hijos).

Además, la sobriedad nos permite compartir los recursos no solo con los habitantes de hoy, sino también con los de generaciones futuras, al reducir nuestra huella ecológica. La actual sociedad de consumo no es generalizable y resulta, pues, insostenible. Es una cuestión de ética intergeneracional y de solidaridad, que propone un modo de vida que pueda ser extensible, que pueda ser compartido por todos.

Desde la sobriedad personal hacia la sostenibilidad colectiva

Además de las consecuencias personales, la reducción en los ritmos de consumo y de producción tiene la ventaja de disminuir los impactos negativos del sistema económico actual. Es por ello que se debe plantear tanto en el ámbito personal como en el colectivo, en el que resulta imprescindible el compromiso de las instituciones, fomentando prácticas más respetuosas con el planeta y educando en valores más solidarios y más críticos ante el consumo.

Incesantemente se aboga por la necesidad de incrementar el consumo para salir de la crisis actual y efectivamente será la solución a corto plazo; pero será difícil evitar que no se convierta en la semilla de futuras crisis. A largo plazo se hace necesario proponer y fomentar cambios en la perspectiva y animar el debate hacia un esquema diferente, que reenfoque las prioridades personales y colectivas. Es un cambio cultural lento, en el que sería necesario la colaboración de las instituciones para crear un clima social favorable a una visión diferente del consumo, a aceptar una nueva distribución del tiempo entre el trabajo remunerado y el no remunerado, a fomentar la reutilización, a rechazar el derroche, a movilizarse por el bien personal y por el colectivo. No hay que olvidar que los hábitos sociales son difíciles de alterar, pero todos conocemos grandes cambios logrados gracias a campañas apropiadas de sensibilización y a una adecuada comunicación (por ejemplo, la incorporación del voto femenino, el uso del cinturón de seguridad, la percepción ante el tabaco, etc.). En este sentido habría que incidir también en la educación que reciben las generaciones más jóvenes, para dar importancia al respeto al medio ambiente, fomentar el consumo responsable y mesurado, insistir en las consecuencias colectivas de nuestros actos individuales y evitar instaurar modelos de comportamiento personal insostenibles.

Las incomodidades generadas por la crisis y el paro, así como el descontento de mucha gente ante el funcionamiento de un capitalismo deshumanizado, pueden facilitar el interés de determinados grupos de individuos por un planteamiento de vida diferente. No debería desaprovecharse esta ocasión para fomentar estilos de vida más sencillos, menos consumistas y más respetuosos con el planeta, tanto entre aquellas personas que lo sienten como una necesidad como entre las que lo defienden por convicción.

Es evidente que un planteamiento de este tipo supone un cambio profundo y complejo, con muchos interrogantes por resolver. Pero desde una perspectiva integral se hace necesario iniciar el avance hacia un modelo más respetuoso, tanto en lo personal como en lo comunitario. El camino es largo, pero inevitable desde el punto de vista de la honestidad hacia las generaciones futuras. Por tanto, hay que empezar a caminar en una nueva dirección y asumir que iremos aprendiendo durante la travesía hacia un nuevo estilo de vida, respetuoso con uno mismo, con los demás y con el hogar que todos habitamos.

Es hora de que el crecimiento económico no sea el principal factor a tener en cuenta y deje paso a otros ámbitos más respetuosos con el planeta y con el bienestar individual y colectivo, presente y futuro.

“La dificultad no es tanto concebir nuevas ideas como saber librarse de las antiguas” (J.M. Keynes)

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