miércoles, 24 de marzo de 2010



ANIVERSARIO DEL GOLPE CÍVICO-MILITAR DE 1976
Anatomía y fisiología de una palabra canalla: “desaparecidos”

Por Juan del Sur

El 2 de abril de 1976, al asumir el cargo de ministro de Economía, Martínez de Hoz aseguró que los principales beneficiarios del plan económico que ponía en marcha serían los trabajadores. Algo más de una década después, Menem prometió la revolución productiva y el salariazo. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito, pero basten estos dos para demostrar que los explotadores jamás le han dicho ni le dirán a los explotados frontalmente cuáles son sus propósitos, empezando por declarar que el sistema que defienden no tiene otro objetivo que el beneficio del capital. De cabo a rabo, pues, el discurso de los opresores es un tejido de mentiras, pero eso no es lo malo. Lo malo es que haya quien se las crea y, peor aún, las propague. En las siguientes líneas vamos a desmontar una de ellas para tratar de descubrir qué mecanismos operan para que sobrevivan y circulen entre nosotros pese a su rampante inadecuación a la realidad.

Hace algún tiempo estuvieron en un programa de televisión los responsables de una granja educativa para jóvenes con retraso mental, donde la experiencia de trabajar y valerse por sí mismos es utilizada como un camino a la normalización. En su primera intervención en cámaras, el vicepresidente de la entidad se refirió a los educandos —de edades comprendidas entre veintiuno y treinta y pico años— como los “chicos”, ante lo cual la psicóloga de la institución, que lo acompañaba, lo corrigió con un alegato que explicaba por qué a estos jóvenes no había que llamarlos así —sino “colonos” o “jóvenes”—, pues aquella designación es un reflejo de la actitud sobreprotectora de los padres y otros mayores y colaboradores que los ubica en el papel de perpetua minoridad, lo cual conspira contra el desarrollo de su autonomía y entra en flagrante contradicción con los propósitos de la institución. El autor de la gaffe se llamó a silencio, cohibido, y la psicóloga, que entonces asumió la voz cantante, no dejó de llamarlos “chicos” en el resto del programa —por lo menos, medio centenar de veces— al igual que el técnico agrónomo y el casero-encargado en sus apariciones grabadas. ¿A qué viene esta historia?: a que no hay motivo para dudar de las buenas intenciones —respecto al progreso de los educandos— de las autoridades, colaboradores y padres comprometidos en la iniciativa. Sin embargo, el reiterado lapsus —“chicos”—, impecablemente interpretado por la psicóloga, está expresando que hay algo más allá de lo que se declara y se cree sinceramente, un núcleo profundo que, a no dudarlo, está operando y no sólo bajo la forma de aquel traspié freudiano.

Vaya esta anécdota, en la cual los lectores no tendrán conflicto en admitir el evidente contraste entre el discurso y la práctica, para poder entrar de lleno en otra contradicción originada en el uso de una palabra que es el paradigma de todas las canalladas desinformativas de que se vale el poder para desvirtuar y embrollar la realidad: la palabra es “desaparecidos”, aplicada a las personas secuestradas y mantenidas en cautiverio ilegal —y ulteriormente asesinadas en su mayoría— por fuerzas que respondían a los gobiernos actuantes entre 1973 y 1983. Esta palabra, en el contexto de la caracterización, la denuncia y el reclamo de verdad y justicia sobre los crímenes de entonces es tan impropia y contraproducente como “chicos” en el asunto anteriormente mencionado. ¿Por qué, entonces, su uso tan generalizado y por qué muchos de los que por su militancia en favor de los derechos humanos deberían proscribirla de su lenguaje y denunciarla cada vez que aparece han llegado, por el contrario, a defender su utilización? Para responder esta pregunta primero tenemos que hacer un poco de historia.

La idea es no mancharse

"Desaparecidos" fue la palabra que, primero en Guatemala y luego aquí, regímenes que debieron enfrentar la resistencia popular consideraron más ventajosa para desculpabilizarse de los secuestros, cautiverios clandestinos y asesinatos de opositores: la palabrita, además, era funcional para aquellos que no querían saber lo que pasaba, o profesaban una complacencia más o menos explícita hacia la represión, o fingían adoptar una posición de neutrales ante una supuesta “guerra”. “Desaparecidos” tenía el éxito asegurado, en un país en el cual más del 90 % de las personas se identifica con los partidos “populares”, cómplices —o autores ellos mismos— de la represión y el terrorismo de Estado.

Casi todos habremos visto u oído alguna vez esa grabación en la cual Videla se refiere al estatus de la víctima de esta modalidad represiva diciendo que “mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial... No tiene entidad, no está ni muerto ni vivo. Está desaparecido”. También —entre otros— Viola y el propio “Informe final” de la dictadura sobre la represión desarrollaron con vilezas parecidas esta teoría de las “desapariciones”. Hitler —siempre un precursor— tenía otro nombre, "reubicados" para referirse sin ensuciarse a los deportados y asesinados en masa. Es obvio que una estrategia que comienza por negar la existencia del propio delito es la mejor defensa para el autor de éste. Por supuesto, la desaparición de personas existe, pero esa categoría no es aplicable a las víctimas de un plan que se propuso el exterminio de una ascendente generación de militantes sociales, un 78 % de las cuales fue secuestrada ante testigos y otro porcentaje fue visto en centros clandestinos de detención por sobrevivientes de estos lugares. Incluso, respecto de los no comprendidos en esos casos, las circunstancias de su militancia político-social y otros pormenores hacen enteramente plausible la posibilidad de que hayan corrido la suerte de los anteriores.

Por fin, los denominados en la Argentina “desaparecidos” no están en la misma situación de aquellos a quienes se les ha perdido el rastro en el medio del pandemonio de una guerra, con grandes batallas, bombardeos devastadores, evacuaciones, migraciones y deportaciones masivas o de aquellos otros que se han visto envueltos en una gran catástrofe y no se los encuentra ni vivos ni muertos. En cambio, las personas de las que aquí no se tuvo más noticias tras haber sido víctimas de la represión fueron secuestradas en el marco de jurisdicciones bien delimitadas, con responsables definidos y en función de objetivos claramente determinados. Este carácter quirúrgico, dirigido específicamente contra quienes la dictadura tenía motivos para considerar enemigos peligrosos (¡muy distinto de la “represión indiscriminada”, según nos enseñaban las Madres de Plaza de Mayo!) excluye la posibilidad de aplicarles la categoría de “desaparecidos”, pues hacerlo, justamente, los priva de su ser más esencial: la causa por la que vivieron, lucharon y murieron.

Las palabras no son entidades inertes

A esto lo único que se opone es una comprobación de hecho: “la gente los conoce así, el mundo les ha dado esa denominación a las víctimas de ese delito al convertirse en una modalidad específica de la represión en América latina”. Para empezar, “el mundo” no ha sacado espontáneamente de su magín esa denominación: ella es un triunfo de los asesinos y una muerte más para las víctimas. Veámoslo de este otro modo: “el mundo” puede llamar “degenerado” a quien tiene una elección sexual diferente a la de la mayoría. Pero si éste y quienes tienen una visión más amplia o distinta sobre ese tema aceptan pasivamente esa denominación, aceptan con ella la carga emocional, ideológica y jurídica —cultural, en suma— que decide su destino social.

Por eso, por ejemplo, un homosexual con las ideas claras no se llamaría a sí mismo degenerado, ni alguien detenido irregularmente y mantenido en cautiverio ilegal se referiría a sí mismo como desaparecido, sino que si pudiera —y como una tarea más derivada de su compromiso militante— trataría de que la sociedad asumiera su responsabilidad ante ese grave delito y, con ella, tomara conciencia de las realidades políticas que lo originan.

Es monstruoso que los llamen así quienes, por ejemplo, han sido testigos del secuestro y cuentan cómo quedaron en el marco de la puerta la huella de sus uñas como signo de su desesperado intento de resistencia cuando lo arrancaban de su casa.

¿”Desaparecido” el trabajador judicial que fue detenido en el propio juzgado por militares del Ejército uniformados, tras apersonarse quien los comandaba ante el juez y pedirle que llamara a la víctima a su despacho para poder llevársela sin escándalo? (ese mismo juez puede luego contestar en forma negativa el hábeas corpus presentado por los familiares del secuestrado). Respecto de esa metodología represiva, el caso de las trescientas personas que se llevaron de Libertador y Calilegua, en Jujuy, es paradigmático: una operación de la que participan autoridades que permiten el corte de luz en dos pueblos, responsables de las empresas generadoras de electricidad que los practican, militares, gendarmes, policías, directivos de Ledesma que ceden los camiones, choferes y miles de testigos, no es una operación de la cual resulten “desaparecidos”: ¡toda la sociedad sabe con certeza absoluta quién se los ha llevado! Por más que las Fuerzas Armadas respondan con evidente cinismo “nosotros no los tenemos, no sabemos dónde están, están desaparecidos”, la sociedad, ya lo hemos visto, sabe que no es cierto.

Sabe que no es cierto, pero marche preso. O secuestrado.

Por lo tanto, llamarlos “desaparecidos” es querer dejar de saber lo que se sabe, propagar una mentira, no hacerse cargo de la realidad de los hechos, quitar a los secuestradores la responsabilidad que han contraído acerca de las personas que han tomado prisioneras.

¿Qué hay detrás de esto?

Por lo menos, una de cada dos personas con que uno se tropieza por la calle ha votado por el peronismo en todas las elecciones desde la restauración de las instituciones republicanas; más del 90 % de los que se apretujan en el padrón electoral han puesto sus boletos en las patas de los “partidos populares”, sean éstos del ámbito nacional o provincial. Todos ellos conforman la “opinión pública”. ¿Quién se atreve con este monstruo, quién quiere impugnar sus prejuicios políticos? Para hacerlo hay que tener convicciones sólidas, honestidad y coraje. Esas virtudes, en circunstancias críticas, suelen ser premiadas con la muerte. Como dice el proverbio árabe: “Dad un caballo al que dice la verdad. Lo necesitará para huir”. Sin llegar a tanto, no hay muchos capaces de soportar el ostracismo entre sus propios contemporáneos: a la gente le gusta el calorcito. Más vale hablar de “desaparecidos” que quedarse afuera, a la intemperie, por empecinarse en hablar de política. ¿En qué sentido? Lo hemos dicho: si hay un delito, hay responsables. Si el delito es a escala individual, serán responsables particulares o grupos sin incidencia en las decisiones del poder. Pero existirán responsabilidades políticas si los delitos provienen de una dirección común y atañen a la sociedad en general. Y frente a estos últimos, los obligados a darles resolución son los partidos políticos, entre los cuales los mayoritarios son los que decidirán la actitud que ha de tomar la sociedad.

La palabra "desaparecido” les permitió a esos partidos mirar para otro lado (a los partidos y a la ciudadanía): si están “desaparecidos” no sabemos dónde buscar, qué hacer. Si se hablara de secuestrados por los militares se sabría que hay que buscar en los cuarteles, mirar hacia el gobierno: interpelar a éste, presionarlo, acusarlo, acorralarlo, responsabilizarlo. La palabra “desaparecido” abre un cono de vacío, de silencio, de bruma, así como la palabra secuestrado ilumina nuevas categorías: hay un delito, una víctima, unos delincuentes, cómplices y entregadores, alguien para rescatar. Y hay una sociedad agraviada, y móviles, como en todo delito. Si desde un principio se hubiera esgrimido esta palabra como un arma, a despecho de los esfuerzos de los represores por imponer la otra, hoy en cada uno de esos casilleros tendríamos nombres u situaciones concretas. Por ejemplo, la mayoría de los políticos que han sido favorecidos por el voto popular desde el ´83, o estarían escondidos, o purgando sus crímenes, o habrían emigrado siguiendo la ruta del producto de sus rapiñas: ¡cuánto dolor y cuánto desastre nos hubiéramos ahorrado!

Por ello, la palabra “desaparecido”, aplicada a las víctimas del genocidio, tendría ser como un test: quien la usara debería quedar en evidencia como un imbécil o un canalla.

Portadores sanos y de los otros

“Entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra”, dijo Bécquer. La palabra justa, la palabra verdadera, porque la falsa sólo nos lleva a estrellarnos en lo insondable. Por ejemplo, “los desaparecidos están todos en el exterior”, frase que esgrimían aun las buenas personas que no querían ver la realidad, no se hubiera podido enunciar cambiando “desaparecidos” por “secuestrados”. “Desaparecidos” era funcional a un discurso. Una pieza dentro de un engranaje ideológico del cual no participaban únicamente sus usufructuarios sino las víctimas que no tenían la integridad o la preparación necesaria para examinar la realidad con mirada propia. Recordemos que, creyendo hacerles un favor a sus hijos detenidos-desaparecidos, las madres sostenían aquello de “mi hijo era un buen chico, trabajaba y estudiaba y no se metía en nada” o lo de la “represión indiscriminada” que repetían hasta desgañitarse oscureciendo y confundiendo todo. Pero esas —aclaremos— son expresiones bien intencionadas, aunque desesperadas. En cambio, cuando se les ofrece la ocasión, los políticos del sistema suelen decir “todo el pueblo argentino se opuso desde el primer momento a los crímenes de la dictadura”: claro, mezclados en la muchedumbre ellos obtienen también su salvoconducto. Para ocultar un elefante en la calle Florida sólo hay que llenarla de elefantes.

¿Alguien oyó jamás de Hadad, González Oro, Menem, Balbín, Feinmann, Mauro Viale o Grondona la expresión “detenidos-desaparecidos”? No, ellos son súper consecuentes. El último de los nombrados, Grondona, dijo en su programa “Hora Clave” que durante la dictadura “no quería enterarse mucho de lo que pasaba. Dudaba: ¿será verdad lo que se dice?”. Si quería saber si era verdad, podía averiguar; si no supo es porque no averiguó, o sea, no quería saber. Además, si muchos pobres y desconectados mortales sabíamos, es totalmente increíble que él, periodista y con contactos en todos los ámbitos, no supiera. Pero hay algo más decisivo para juzgarlo que esta legítima deducción: cuando “supo” (admitió saber) cuál había sido la verdad sobre los que él llamaba “desaparecidos” siguió pese a ello llamándolos del mismo modo, y no secuestrados o detenidos-desaparecidos.

A los militares secuestrados por las organizaciones guerrilleras no se los llamaba desaparecidos en los comunicados oficiales ni en la prensa, ¿por qué sería?, aunque efectivamente estuvieran mejor encuadrados en este significante que quienes habían sido aprehendidos por los militares, los cuales están organizados en estructuras institucionales con responsables individualizados, con afincamientos mayormente ubicables y, en aquel entonces, una cúspide única reconocible en la junta militar.

Identidad, sí, pero… ¿cuál identidad?

Así como las Madres demandan verdad y justicia pero poco favor le hacen a la verdad al aceptar la mistificación de “desaparecidos” sobre la base de posturas oportunistas (¿“la sociedad, el mundo los conoce así”, dicen?: los conoce mal, debemos responderles), las organizaciones HIJOS y Abuelas expresan una verdadera obsesión por el tema de la identidad. Pero, cuidado: identidad es identidad biológica, filiación, nombre, pero también historia. Y la historia es política, lucha y, generalmente, represión: y como parte de ella, secuestros, con autores, cómplices y avestruces que no quieren ver. ¿Qué debemos hacer, cavar pocitos para que escondan la cabeza o ponerles la realidad delante de los ojos?

Si el uso del nombre “desaparecidos” respecto de las víctimas directas de la represión es canallesco, respecto de los hijos de estas víctimas es, además, destructivo. Tomemos el caso de las hermanas Jotar, hijas de detenidos-desaparecidos, una de las cuales al momento del secuestro de sus padres tenía edad suficiente como para advertir conscientemente la ausencia de ellos: su percepción “mi mamá me abandonó” tiene una sola respuesta capaz de no destrozar los vínculos fundantes de su personalidad; no la explicación de Videla, sino la verdad de cómo y por qué le arrancaron la madre de su lado.

Y si para explicarle a la hermanas Jotar la definitiva ausencia de sus padres hay que apelar a la verdad, administrada con la debida delicadeza, ¿por qué escamotearle a la sociedad esta verdad, por qué no ponerle las palabras justas, por qué hacerla digerible para los hipócritas, ávidos de esa oportunidad? Esos “por qué” tienen, desde ya, una respuesta: limitaciones políticas, de clase, de coraje. Porque el único coraje no es tomar un arma: también lo es desprenderse de hábitos intelectuales, prejuicios. Hace falta coraje para dejar de mantener nuestras ideas cuando sólo encubren nuestras debilidades o nuestra pereza intelectual.

Se empieza cediendo en las palabras...

Lo decía Bacon: saber permite prever, y sólo quien es capaz de prever tiene poder, el poder de modificar su realidad. El saber empieza por llamar a las cosas por su nombre; de las palabras derivan reglas para la acción: si llamamos “calambre en un muslo” a una fractura de fémur vamos a dejar rengo a alguien. Nosotros nos referimos a los revolucionarios de Mayo como “patriotas”, pero desde el ángulo de los intereses de la Península ellos podían ser los rebeldes, los sediciosos o, aun, los delincuentes subversivos. Entre dos bandos en guerra no hay un marco para un lenguaje común respecto de las cuestiones en disputa: lo que para uno son “legítimos derechos”, para otro son “pretensiones inadmisibles”. El lenguaje tiene una función explicativa de la realidad y una misión unificadora... de lo que puede ser unificado: no los asesinos con sus víctimas, no los explotados con los explotadores. ¡Qué lamentable que nosotros mismos digamos “la crisis debemos pagarla entre todos”, sin pensar que “crisis” es un eufemismo para los incautos que encubre una furiosa guerra de concentración capitalista! ¡Con cuánta ligereza hablamos de “ajuste”, cuando se trata de una redistribución regresiva del ingreso, o sea cuando nos meten la mano en el bolsillo para sacarnos lo poco que teníamos!

Los populistas hacen un culto de todas las debilidades ideológicas del pueblo. No sólo no les parecen lamentables y dañinas, sino que nos quieren hacer creer que son admirables. Como decía Zitarrosa:



“La pobreza y la ignorancia

del pueblo, son sus amores:

no encuentran causas mejores

para comprarse otra estancia.”




En la Carta sobre el humanismo (1947) Heidegger enuncia una de las más célebres frases del pensamiento del siglo XX: "La palabra —el habla— es la casa del ser". Un año antes, en “L’Unitá”, Pavese escribió: “En las palabras que adoptas está tu clase y tu trabajo, lo que sabes, lo que comes, las personas que frecuentas. Todo está en las palabras”.

Muchas veces lo hemos olvidado. Medio siglo después de que ellos nos previnieran un economista tuvo ocasión de verificar los daños: “El capitalismo de hoy, que invade culturas, disloca sociedades, destruye soberanías y decide nuestro futuro, ¿cómo no iba a robamos el idioma?”, escribió Manuel Fernández López en su columna en “Cash”. Y continuó diciendo que los usufructuarios del orden neoliberal a lo clandestino le dicen "informal"; al trabajo precario, "flexible", y así siguiendo. Si queremos ponernos la soga al cuello, nosotros podemos hablar de “racionalización” cuando trabajadores son dejados en la calle… como si fuera “racional” que los hombres estén al servicio de la economía y no a la inversa. Y así andamos, tratando de comunicarnos, de entender y de construir con palabras inservibles que nos han sido inoculadas por nuestros enemigos. ¿Qué hacer? Dejemos que lo diga John Berger: "Toda forma de confrontar a la tiranía es comprensible. Dialogar con ella es imposible. Para vivir y morir debidamente, las cosas han de nombrarse debidamente. Reclamemos nuestras palabras".

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